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Manuelón

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Jesús Labrador

Manuel detuvo el tiempo, no le ganó la guerra a la juventud, pues ya es viejo, pero posiblemente se hizo fiel aliado de la longevidad e invisible a la muerte, lleva muchos años con las mismas arrugas que le pueblan el rostro y los cientos o quizá miles de canas que acompañan su barba y cabello, mismas que no tienen punto de división o punto de piel que, marquen el inicio o el final.
Es feo, moreno, desalineado, cliente eterno de la ropa con manchas propias de un hombre que trabaja en la obra, arena, polvo y cemento son parte de su aspecto cotidiano, en las orejas, en el pelo, en todos los extremos de su piel ceniza. Nunca se ha conocido un aspecto diferente de él, todo el tiempo parece que viene saliendo del trabajo, y, efectivamente, todo el tiempo está trabajando, el hombre se dedicó vivir, pero nunca a hacer vida.
Desde que se puede recordar, anda caminando lento, cazcorvo, serio, como cansado, con los huachaches de correa sucios, más de alguna vez ha surgido la duda de si este hombre nunca tuvo que arreglarse para ir a la boda de alguna de sus hijas, o a la graduación de un nieto, pero lo cierto es que no hay testigo, su vida es una monotonía perpetua, siempre que uno ande por ahí, puede contar con que se topará a Manuel, haciendo las mismas cosas de siempre, sentado en la combi, a las 7 de la mañana, con los ojos hinchados, viendo al piso para esquivar las miradas y evitar el tedio que implica tener que saludar a la gente, recién levantado y con la cara inexpresiva, propia de alguien que va a trabajar al mismo empleo que tiene desde hace 50 años, más tarde, quizá lo podremos encontrar al pardear el día, sentado afuera de su casa, misma que está a medio construir desde que la población tiene memoria, fumando un cigarro, dispuesto a responder un grueso y seco “eeeeeeep” a quien por ahí pase y le esboce un saludo.
No se sabe si de joven tuvo una actividad distinta a la de albañil, o si alguna vez la desenfrenada virilidad de los que carecen de años lo llevó a aventurarse e irse a trabajar a alguna ciudad desconocida y lejana, donde pudiera vivir para él solo, ganar dinero, comer enlatado, pagar putas, extrañar la casa, beber alcohol hasta quedar tirado a solas en el cuartucho rentado, saberse lejos, sentir nostalgia.
Poco o nada se sabe de las pasiones de su vida. Se pueden formular hipótesis ante la necesidad de saber de dónde vino, pues claro está que no es oriundo de aquí, pues a los locales los visita la familia de vez en cuando, salen de paseo, van al mar, se mueren y se acompañan en los funerales, pero este hombre no. Si la soledad tuviera rostro y cuerpo tal vez habitaría en Él, pues ambos son carentes de esperanza, estáticos y dignos de contemplar.
Trabajó toda su vida y lo sigue haciendo, pero ha construido nada, o muy poco, apenas lo que el progreso obliga. Las láminas de asbesto en un cuarto y el colado de loza viejo en el otro siempre han sido el cielo de los dos cuartos que conforman su casa, con paredes aparentes de bloques húmedos que entre los recovecos del jal albergan polvo y años, como Manuel.
Tiene el alma templada, sin emociones y si alguna vez se le ha visto liberar una sonrisa, no es otra cosa más que una acción lastimera y satírica de las comisuras de su boca, pues no es usual que el humor se haga presente en esa vida que es plana y silenciosa. ¿Qué pensará cuando se sienta a fumar y esquiva las miradas? ¿Cuál será el primer recuerdo que guarda su memoria, será acaso cuando de niño su madre lo mandó a la tienda y al perder el dinero entre el polvo de las calles de algún pueblo de esos terregosos, recibió la primera paliza de su vida, y posteriormente conocer de memoria la forma de sus huaraches de cuero al pasar toda la tarde viendo al piso en línea recta por la calle buscando aquel re cabrón dinero que había tirado?
Recordará tal vez, cuando a los doce años, en plena fiesta del pueblo, rompió por completo el catrín traje banco, de primera comunión que su padre le había comprado justo para ese día, por ir corriendo con los ojos al cielo, para no perder de vista la varilladle carrizo que venía cayendo en el aire, luego de haber salido volando de entre la lumbre de aquel castillo pirotécnico que queman cada año en la víspera de algún santo patrono y toparse de pronto con una piedra en el piso que le rasgó toda la tela de aquel conjunto, quizá el único que estrenó en toda su vida
¿Qué otro recuerdo vendrá a su memoria en ese momento? Nadie sabe, pero qué interesante sería revivir esos recuerdos que moldean el carácter recio de los hombres silenciosos como Manuel, que antes fueron niños y tal vez fueron eufóricos.
Poco deja ver de su vida lejana y nada nuevo muestra en la muy próxima, ni siquiera podría ser juzgado por no aspirar, como aspiran todos los acelerados e incompletos del mundo de hoy, Él tiene otra forma y lleva la vida a un ritmo lento, se levanta, se pone las botas de trabajo, camina, anda, avanza nomas porque la vida lo avienta, lo lleva a la fuerza, raspando sus zapatos contra la tierra, dejando la huella tallada en el camino, como quien arrastra un mueble, tal vez lo lleve así hasta dejarlo al borde de una fosa de tres metro de profundidad , como quien se detiene justo frente a un acantilado y contemple ahí el final de sus días, tal vez se le olvide a la muerte y aquí lo deje, como se le olvidó a las arrugas de su cara multiplicarse y continuar degenerando ese rostro que ya era viejo antes que usted, lector, naciera.

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