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ÉRAMOS…Y NO SABÍAMOS

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ConSentidoComundeMujer

María Esther González Aguilar

Pertenezco a una de las generaciones donde valores como respeto, honestidad, honradez, solidaridad y responsabilidad, entre otros, eran las normas sociales no escritas que aplicaban en actividades individuales, colectivas y comunitarias; en privado y en público, que desde luego, eran trasmitidas de padres a hijos y reforzadas en la aulas. La conducta era de respeto a personas, patrimonios, instituciones o autoridades. La palabra empeñada tenía tanto valor que no tenía valor, la confianza era/es bidireccional.
Aún recuerdo a mi Padre, comerciante, entregar mercancía a personas sin cobrar de inmediato; a mi familia, recibir productos del tendero de la esquina. Sólo era la palabra y acordar el pago en un futuro mediato, era simple: en un cuaderno se colocaba el nombre, por lo general del proveedor de la familia y la cantidad a pagar, la deuda se cubría en el plazo pactado y sin mayores complicaciones. Claro que fui testigo de situaciones incómodas y distanciamientos por no cumplir, pocas veces pasó a mayores, no había necesidad de que interviniera autoridad alguna, la confianza era mutua.
Durante mi niñez, era común que desde temprano, las puertas de las casas permanecían abiertas, es más, me atrevo a afirmar que ni llave o candado utilizaban y no se presentaban actos ilegales. Se daban casos como, buscando a mi vecinas, llegaba a sus viviendas y sin más, entraba preguntando por ellas, muchas veces las casas estaban vacias, pocas veces conocí que se extraviara algo, prevalecía la confianza social.
En el barrio nos conociamos unos y otros, no todos eran amigos pero cuando menos sabíamos que era amistad o pariente de algún vecino. Todos los días recorría la misma ruta de ida y vuelta a la escuela, pocas veces sola y si por alguna razón se nos hacía tarde, mi Madre al igual que otras mamás, preguntaban sin rubor alguno si nos habían visto y no faltaba quien indicaba “acaban de pasar por aquí, van juntas, las ví jugando, iban Mayte, Lety, Tita, Lupita y Bety” Nos cuidabamos unos a otros, desde luego con los riesgos de “pueblo chico, infierno grande”.
Con frecuencia, mi Abuela me pedía llevara un plato de comida recién elaborada a alguna vecina. Llegaba a casa indicada, recorría con mis ojos la estancia y mi pensamiento era ¿por qué me piden que traiga comida, si no tiene necesidad? No entendía que no era si tenía o no para comer, el mensaje de fondo “te comparto mi alimento”. Eran relaciones de solidaridad y de compartir comunitario.
Estas prácticas con tendencia a desaparecer, es el gen del entramado social que da lugar a un fuerte tejido social y que significa incremento de capital social; variables muy arraigadas en el pasado reciente. Esta etapa provocada por la contingencia sanitaria es al mismo tiempo, oportunidad para restablecer o reforzar el tejido social con repercusiones en el desarrollo y la construcción de ciudadanía, con sociedades fuertes, autónomas donde prevalezca la confianza. Sin lazos fuertes en el núcleo familiar o comunitario, difícil será construir una sociedad solidaria, firme que haga valer derechos y libertades individuales y colectivas.
Bajo una hipótesis positivista de que a mayor capital y tejido social, mayor es el desarrollo integral y la cohesión social; los gobernantes, con visión de estado y de futuro, tienen en sus manos la posibilidad de restablecer el ahora débil entramado social. De lograrse, reflejaría gobiernos fuertes, instituciones sólidas y ciudadanos que ejerzan su ciudadanía, sin necesidad de amenazas o métodos coercitivos,
¿Se puede reconstruir el tejido social? ¡Sí! Hay que empezar con el buen convivir que significa confianza, solidaridad, cuidarse y cuidar a los demás. ¡Es cuanto!

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