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COMUNICACIÓN POLÍTICA Y LA PRODUCCIÓN DISCURSIVA DE LA VERDAD

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Iveth Serna

¿A partir de qué prácticas y a través de qué tipo de discursos hemos intentado decir la verdad? Cuestionó Foucault en 1984 mientras dictaba una conferencia sobre la parrhêsia, concepto utilizado para describir el acto de “decirlo todo” sobre uno mismo y en el que el vínculo sujeto-verdad es indispensable.

Los grecorromanos distinguían dos clases de parrhêsia; en el sentido negativo del término se encuentra el discurso que no está comprometido con la racionalidad ni con la verdad y que considera al acto comunicativo como una “técnica” al servicio del que habla, en tanto que, en el sentido positivo, el discurso solo puede ser concebido como una manifestación racional y verdadera al servicio de la comunión entre el hablante y su interlocutor, para esta corriente, el acto del habla es una virtud.

La demagogia es, acaso, la máxima manifestación de la parrhêsia en su forma negativa. Lo que el demagogo habla carece de racionalidad, sentido y sobre todo de verdad, porque sus palabras nunca hacen referencia a sí mismo desde un estado de examen de conciencia como recomendaban los estoicos.

Bajo esta luz, pareciera que en el discurso político no puede haber verdad porque quien lo pronuncia siempre está despojado del sujeto y debe pronunciarse desde la institucionalidad gubernamental, sindical o de partido y desde esa posición solo puede contar aquello que sirva a la causa o al propio interés, por lo tanto, no está condicionado a tener coherencia entre lo que piensa, lo que siente y lo que dice.

En el sentido positivo de la parresia el que habla lo hace desde sí mismo, “dice todo” sin adornos y sin ocultar o disfrazar nada, es por ello que este ejercicio de honestidad siempre lleva implícito un riesgo referente a la reacción del oyente, el coraje se convierte en una condición necesaria en la construcción de la verdad para estar dispuesto a enfrentar la ira, la venganza, la descalificación o el castigo de quien la escucha.

Bajo estas condiciones la parresia se convierte en la verdadera praxis de la libertad de expresión, que el parresiastes (quien lo dice todo con verdad) debe ejercer no como un derecho sino como una obligación ética y moral. Pasar del “puedo decirlo todo sin consecuencias” a “debo decirlo todo pese a las consecuencias”.

Los llamados “videoescándalos” (los de antes, los de ahora y los que puedan venir) son piezas audiovisuales que el discurso político utiliza para la defensa y ataque de intereses particulares y de grupo, que pretenden llevar a cabo una producción narrativa de la verdad bajo la premisa de “lo que se ve no se juzga” o “una acción vale más que mil palabras”, pero que no constituyen manifestaciones de verdad bajo la luz de la parresia o, en todo caso, se colocarían el sentido negativo del término.

Desde un examen kantiano, ninguno de los discursos emitido por la variedad de los actores políticos que se ha pronunciado al respecto, algunas veces como indiciados, otras como víctima y siempre como acusadores, cumplen con el imperativo categórico de verdad.

En esta misma lógica negativa de producción discursiva de la verdad se encuentran los periodistas (que no los medios de comunicación por carecer de sujeto per sé), que olvidan la rigurosidad de método y en cuyo ejercicio, como decía el cínico Mónimo “todo es opinión” y que además refleja la mala vida política y democrática.

El mercantilismo de fuentes prioriza el interés político por encima del interés ciudadano. Las masas reciben mediaciones en las que se relata un discurso donde la verdad se supone y se presenta como un hecho de correspondencia con un material audiovisual cuya coherencia no es cuestionada.

Habermas establece pretensiones de validez del discurso para separar el mundo subjetivo del mundo objetivo en un intento de eliminar el contextualismo comunicativo. Una de esas pretensiones es la que tiene que ver con “expresar un contenido proposicional verdadero”.

Para Habermas la verdad es exteriorizar las propias intenciones para que el que escucha pueda tener confianza en lo que se dice, no en lo que se ve. En esta misma línea, el oyente es parte fundamental de la parresia y le concede un papel, no solamente activo, sino indispensable en el acto comunicativo.

La comunicación efectiva necesita de alguien que escuche la verdad, pero no en un sentido confesional, sino como un elemento de corresponsabilidad en el ejercicio de la crítica y autocrítica de la realidad social. De acuerdo con Foucault, el oyente (ciudadanos y adversarios), debe mostrar una “grandeza de alma” para aceptar la verdad y asumir con responsabilidad las reacciones que ésta produzca en él, siempre en el mejor ánimo de lograr un entendimiento.

Los “videoescándalos” se han convertido en un nuevo género periodístico, en la alegoría de la mala calidad política, mediática y democrática que impera en una república fracturada en la que cualquiera puede decir y mostrar cualquier cosa, excepto la verdad.

Pareciera que estamos inmersos en un callejón sin salida en el que el ciudadano está a merced de la producción discursiva de la verdad política y mediática. Sin embargo, es el mismo Habermas quien arroja luces sobre la solución, él propone la problematización de las pretensiones de validez discursiva y la sustracción de la verdad de la subjetividad como las pistas para transformar el contexto político y social actual.

Como vemos, la solución requiere de la disposición moral de todos los participantes del acto comunicativo; ahí está el primer reto.

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